La de cualquier persona, como tú, como ellos, como ellas o como yo.

Acá mis opiniones sobre mí, ustedes y el resto.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Odio el fútbol ¿y qué?

Cuando le digo a la gente que me apesta el fútbol, todos me discriminan. Hasta me han tildado de “antipatriota”. A mí no me cabe en la cabeza pasar más de una hora y media frente al televisor viendo como veinte hombres se pasan la pelota de atrás para adelante o viceversa.

No entiendo las reglas ni quiero entenderlas. Esto puede sonar muy arrogante, pero ¿qué esperan que haga?¿Por qué no me aceptan como soy?

Lo peor es que en todos los círculos con los que me he codeado a lo largo de mi vida, siento que hay una pasión por este deporte que va más allá de lo racional y lógico. Bueno, esa es la definición de algo apasionado, no tiene por qué tener lógica o razón.

Sin embargo, mi ignorancia y reticencia a ver y seguir este deporte tan popular, me ha llevado en ocasiones a que me traten como una paria.

En uno de mis tantos trabajos, mis compañeros eran sólo hombres. Todos los viernes a las nueve de la mañana, mi jefe tenía la política de que todos en el departamento nos reuniéramos a puertas cerradas para compartir como camaradas y amigos junto con un buen desayuno y donde se hablaba de todos menos de pega. Claro que este “de todo” era una falacia, sólo hablaban de fútbol. Se sabían todos los nombres de los jugadores no sólo actuales sino aquéllos del año de la cocoa. De hecho, uno de mis compañeros tenía una habilidad sin igual, que superaba sus competencias laborales, para relacionar personas, lugares y objetos con el fútbol. A mí me parecía increíble cómo le salía tan fácilmente este poder para conectar todo con el fútbol, presente, pasado y futuro.

Mis compañeros de trabajo sabían que me desagradaba profundamente el fútbol, y por eso me trataban como una snob, porque yo hablaba de las últimas exposiciones, de mis viajes, de música, de mis idas al Municipal, de cine…Ahora que lo pienso, claro que parecía una snob pseudo-intelectualoide.

Pero me pasó un milagro, meses después se unió a nuestro grupo una nueva compañera. Gracias a Dios, también odiaba el fútbol. Así que de inmediato nos hicimos compinches y el tema del fútbol en los desayunos semanales fue disminuyendo cada vez más.

Para qué decir el aburrimiento que me causó el último Mundial. No se hablaba más que eso: fútbol, fútbol, fútbol. En el trabajo, se permitieron poner sendas pantallas para que todos fuéramos a ver los partidos, especialmente los de Chile. Yo era la única que me quedaba trabajando sola en mi cubículo. ¿Qué sacaba con ir a ver algo que me desagradaba? Prefería trabajar por muy ñoño que esto parezca.

Pero lo que me indigna más, y aquí lo confieso porque nunca lo he dicho en voz alta por miedo a ser atacada tanto física como verbalmente, es que encuentro que nuestro país, en el tema del fútbol, somos unos mediocres. ¡Somos muy malos! No entiendo cómo alguien pensó que llegaríamos a ser campeones mundiales, ni en sueños, ni con un milagro, ni con San Expedito. Somos malos ¿por qué no aceptarlo?

Ya lo dije. Ahí está la verdad. Por eso me causó una molestia física que nuestro Presidente recibiera a la selección con bombos y platillos, con alfombra roja, como si fuera a recibir a un dignatario extranjero y más encima el Bielsa le hizo un desprecio.

Como yo trabajo justo en la Plaza de la Constitución pude ver la recepción de la selección chilena en vivo y en directo. Parecía un triunfo romano, como si llegara un general vencedor de una guerra: banderas por todos lados, papeles picados caían de todos los edificios públicos y privados y la gente aclamaba a nuestros nuevos “héroes patrios”. No tengo nada personal en contra de los jóvenes jugadores, pero ¿héroes de la patria? Arturo Prat debía estar revolcándose en su tumba.

En mi experiencia, las mujeres somos más reticentes al fútbol. Una amiga me contaba cómo este deporte le arruinó la relación con su pareja. Me decía que su pololo era fanático del fútbol: había contratado el canal especial y no se perdía ningún partido, él mismo jugaba dos o tres veces a la semana con sus amigos. Finalmente mi querida amiga, sintiéndose tan ignorada, decidió incorporarse y compartir con su pareja este hobby, esta pasión, para que pasaran más tiempo juntos.

Así lo hizo y un día domingo cualquiera, en el que se jugaba un clásico, su pololo había invitado a sus amigos a un asado para ver el partido. Ella se incorporó, alegre y con la mejor disposición para sentirse parte de la fiebre que su pareja, el amor de su vida, sentía por este deporte.

Pues bien, apenas empezó el partido, todos los amigos estaban con los ojos fijos en la pantalla, no querían perderse ningún movimiento, ninguna patada o falta o lo que fuera. Como mi amiga nada sabía de las reglas, para demostrar interés empezó a preguntarle a su pololo sobre lo que estaba pasando. Para su asombro, él le empezó a explicar en monosílabos y de una forma muy molesta. Lo estaba distrayendo. Me decía que ni siquiera la miraba y que cuando le trataba de explicar algo, apenas movía la cabeza, pero de inmediato se interrumpía con un “chuuu” o “puuuu” y otros epítetos que sus amigos emulaban.

Mi amiga se enfureció, se paró y se fue del living. Me llamó y me dijo que nos juntáramos porque ya no aguantaba más. Me lanzó más quejas de las que quería escuchar, pero lo peor fue cuando me dijo, con los ojos húmedos: “a ese gue--- le gusta más el fútbol que yo”. Yo que no tengo experiencias románticas ni consejos que compartir con mis amigas cuando lo necesitan, sólo le pude hablar con sentido común. Le dije que había hecho bien en intentar integrarse, pero si su pololo no quería que fuera parte de su vida futbolera, tenía que aceptarlo y conversarlo con él.

Mi amiga me llamó dos semanas después y me contó que había seguido mi consejo. Eligió un día en que no había un partido para tener toda la atención de su pareja. Tranquila, me dijo, le explicó que le molestaba “un poco” que la dejara fuera de su círculo y de su vida, por el fútbol, y que cuando intentó compartir con él su “pasión”, supo que no quería que ella fuera parte de eso. Él le respondió: “Pero mi amor, a mí me gusta el fútbol desde que era chico, y es lo único que me saca de toda las presiones que tengo y no significa que te quiera dejar afuera, sino que me gusta tener ese tiempo para mí. Es lo mío. No entiendo por qué te molesta tanto” y punto. Mi amiga se fue de lenguas. Le tiró todo lo que me dijo a mí, pero yo creo que fue mucho peor. La cuestión es que se separaron. Se separaron por el fútbol.

Yo lo encontré un poco exagerado en verdad, porque luego la tonta andaba lloriqueando por todas partes. Claramente ahí había algo más que el fútbol, que no estaba funcionando en la relación, pero no puedo dejar de pensar que la pasión ciega del ex - pololo de mi amiga fue un factor importante para que terminaran.

Si así fue lo encuentro bastante ridículo y superficial, pero como yo soy de esas que son muy fieles con sus amigas, aunque la estén embarrando feo, confirmé mi odio al fútbol chileno, argentino, brasilero, colombiano, inglés, alemán, etc…….-

Los mejores amigos del hombre (y de la mujer)

No hay discusión, a mi parecer, que el mejor animal doméstico es el perro. Si bien el sueño de toda mi vida ha sido acariciar un panda bebé, todo lo que uno necesita de los animalitos lo da el perro. Debo advertir a quien lea que si nunca ha tenido un perro o simplemente no le gustan, que no siga leyendo, pues no va a encontrar nada en estas líneas. Sólo los que tienen o han tenido perros pueden identificarse con otros de las mismas características.

Desde niña siempre he amado a los perros. Recuerdo cuando éramos chicos, mi papá nos trajo un cachorro asustadizo, cuyo nombre ni me acuerdo, y mi hermano y yo fuimos tan felices como dos niños pueden ser con un cachorro.

Sin embargo, la mala suerte con los animales era una constante. O se perdían, o se morían o se regalaban por diversas razones. Luego de varios intentos, mi familia se convenció que era mejor nunca tener un perro, sea fuera o dentro de la casa, porque nosotros sufríamos mucho.

Pero un día, cuando tenía trece años, y estábamos arrendando una casa al lado de mi abuela, mi mamá llegó con una perrita que parecía un peluche. Era una pequinesa no de raza, pero con sus rasgos, de pelaje dorado y hociquito chato. Era tan linda y pequeña que cabía en la palma de mi mamá.

Estuvo con nosotros casi una semana, cuando nos dimos cuenta que ya no estaba. Buscamos por toda la casa, incluso, salimos al barrio a preguntar. “Nunca tenemos suerte con los perros” decía mi papá, quien mantiene hasta hoy que los odiaba, pero que en el fondo de su corazón los ama como a sus hijos.

Llevábamos casi mediodía de “luto”, cuando mi mamá gritó: “¡La encontré, la encontré. Aquí está!”. La pobre perra, tan chica que era estaba debajo del lavaplatos. Yo había mirado antes, pero pensé que era un trapito. Nueve años estuvo con nuestra familia y murió por una enfermedad que desconozco.

Fue muy triste para mí porque la perra, si bien amaba y seguía siempre a mi mamá, cuando se iba a acostar en mi cama, yo le hablaba y estudiaba con ella. Además, sabía guardar muy bien los secretos y tenía una personalidad propia muy distintiva y particular. Cuando se murió, mi hermano, siempre tan atinado en los momentos más importantes, me dijo: “!jajaja, se murió tu mejor amiga!”. Hasta el día de hoy mi mamá lo reta por ser tan cruel.

Cuando nos cambiamos a la casa en que vivo actualmente, que es bastante grande y tiene un buen patio, lo primero que fue exigido por nuestra parte, fue un perro. Mi mamá, estaba convencida por su experiencia con los animales, que tenía que ser una perra, que viviera afuera, porque eran excelentes protectoras, bravas y muy fieles.

Un día, como cualquiera, mi mamá nuevamente nos trajo a una bola de pelos, tan flaca y débil como ella sola. Mi mamá la había rescatado de la casa de unos vecinos de no buen vivir, no en el sentido económico, sino en el humano. La perrita de casi tres meses, tenía quemaduras de cigarro y por su actitud, claramente había sido golpeada. Mi mamá, cual Brigitte Bardot en sus últimos años de activista, empezó a darle comida de su mano de a poco, hasta que la perra se recuperó.

Resultó ser tan grande como un pastor alemán, pero era feroz y no respetaba a nadie que no fuéramos nosotros. Todos los niños –y adultos– le tenían miedo, porque su porte y sus ladridos eran terribles, lo cual era una gran protección para una casa grande, en un barrio no muy seguro.

Era tan fiel con mi mamá que cuando un día un hombre, que intentó entrar a la casa, mientras estaba cerrando el portón, mi perra corrió como pantera y le mordió el tobillo. Era una protectora innata. Pero con nosotros era un corderito. Era tan graciosa y humilde, que nunca se atrevía a entrar a la casa, incluso ponía cara de vergüenza.

Con los años, su salud se fue deteriorando, pero no dejó hasta su último día de ser una perra en el sentido fuerte de la palabra.

Con esto en mente, y siempre pensando más en la seguridad, mi mamá rescató de la calle a otra perra, así como si nada, mientras salíamos a comprar. A mi perra antigua, no le gustó nada la competencia y las peleas eran constantes. Sin embargo, ambas perras, en el momento de los “quiubo”, es decir, cuando intentaron entrar a mi casa dos veces a robar, repelieron exitosamente al perpetrador, quien se vio en varios problemas, incluso rogó a mi papá para que le sacara los perros de encima.

Pero el golpe de gracia lo dio mi hermano. De contrabando, trajo a un perrito, cachorro precioso, blanco como la nieve con una mancha en su ojo derecho. Esto provocó más peleas entre las perras y la tensión era obvia.

Pero era un cachorro y mi hermano lo hacía vivir con él en su pieza. Así estuvo durante nueve meses, hasta que, primero, mutó su piel y le empezaron a salir más manchas en donde no había antes y se convirtió en un perro demasiado travieso. Por orden de mi padre, el perro se fue a vivir afuera.

No mucho después, la tragedia perruna empezó a desarrollarse. El perro y la perra más joven, se “casaron” y tuvieron siete hijos, de los cuales sólo dos sobrevivieron. Durante una semana, todo fue como una familia feliz. Pero la perra más vieja, privada de su instinto materno, se volvió furia.

Todo terminó con una salvaje pelea entre las dos perras, en las que ambas se mataron mutuamente, como gladiadores en la arena. Mi pobre madre, tuvo que llamar a los veterinarios para ponerles fin a su dolor mutuo, causado por las heridas y la pérdida de sangre.

Así que mi perro se convirtió en viudo y padre soltero de dos perros que le hicieron la vida imposible, al punto en que le comían su porción. Ambos fueron regalados a una vecina.

En definitiva, mi perro es el único sobreviviente de toda la dinastía perruna de la casa, durante estos largos años. Ahora es amo y señor, y ningún otro perro podrá entrar, mientras viva.

No sólo sobrevivió al incidente ya relatado, sino además, sobrevivió a un extravío de tres días, en los cuales estuvo vagando por las calles no muy lejos de mi casa. Yo lo encontré y lo reconocí. Cuando lo vi y lo llamé por su nombre, levantó sus orejitas y se acercó al auto, cuyas ruedas él había previamente marcado. Cuando me vio, se asustó, pero luego me empezó a oler, me reconoció y se tiró a mis brazos –pesaba como treinta kilos– y empezó a llorar y a hablar, casi literalmente, mientras nos hacía cariños con su lengua, hasta que volvió a la casa, en donde se encuentra, en estos mismos momentos afuera, durmiendo a los pies de la puerta que da al patio.

Para mí, los perros que me han acompañado en la vida, han sido más que amigos, una especie de hermanos, pero mejores, porque no hablan, pero sí escuchan y yo creo que hasta pueden entender las emociones básicas. Hace no mucho, estaba llorando desconsoladamente, como lo suelo hacer. Mi perro al escuchar mis gimoteos y gritos, se paró en mi ventana llorando, como preguntándome por qué estaba triste y yo le respondí, entrecortado, que todo estaba bien para que se calmara (eran como las dos de la mañana y estaban todos durmiendo). Le di un abrazo y él, me lamió las lágrimas. No puedo describir con palabras lo que sentí en ese momento. Mientras todos dormían, despreocupados, mi perro estuvo ahí para consolarme. Si eso no es ser un buen amigo, entonces no sé lo que es.-

Lo mejor y lo peor de tener un amigo gay

Es costumbre entre las chicas “sex and the city”, esto es, las profesionales, de treinta años y que se preocupan de la ropa y demases, tener uno o más amigos gay.

Esta “moda” se ha visto expandida en el Occidente y aumentada por la película que cité y, por supuesto, por la gran serie de televisión “Will & Grace” la que, para los que no están familiarizados con ella, trataba de una mujer profesional soltera en los treinta que vivía con su mejor amigo gay, también profesional y soltero en Nueva York.

Dejando la televisión de lado y volviendo a la realidad, yo tuve un amigo gay que conocí en la Universidad. Yo presencié su “salida del clóset” cuando estaba en cuarto año, y empezó a pololear con otro de mis amigos que hasta el día de hoy jura que es heterosexual, a pesar de que se pone unos top de lycra y baila mejor que yo. Al principio, empezaron como amigos, pero pronto nos dimos cuenta en nuestro círculo que ambos actuaban como pareja: cuando íbamos al kiosco, uno de ellos compraba algo para él y para su pololo, sabiendo lo que le gustaba y sin preguntarle. Eso es típico de una relación amorosa.

La cuestión es que mi amigo, con quien yo tenía harta confianza, negaba y negaba hasta el cansancio que estaba en  una relación homosexual. Me decía: “No soy gay, pero me aprovecho”. Yo admito que me quedé para adentro. O estaba tratando de ocultar sus sentimientos verdaderos con una declaración cruel o efectivamente se aprovechaba de su pololo porque tenía más plata.

Como fuera la situación, en quinto año, mi amigo con mucha solemnidad y nerviosismo me pidió que fuera a tomar un café con él. Me declaró que era gay. Yo solté una carcajada. Mi pobre amigo se sintió pésimo, “te burlas de mí” me dijo apenado. “No”, le contesté, “nada que ver, lo que pasa es que siempre lo supe y me da risa ahora porque cuando te lo pregunté siempre lo negabas. A mí me da lo mismo qué elijas ser lo que quieras si te hace feliz. Yo te quiero igual”. Mi amigo se alivió y empezamos a conversar. Eso sí que le reproché duramente cómo había tratado a su ex – pololo, y le comenté esa infame declaración que me hizo. Me dijo que era cierto y que la había embarrado, pero que fue su primera relación homosexual y todo salió mal, pero se sentía avergonzado por eso.

Durante los años venideros mi amigo, mi mejor  amiga y yo éramos como uña y mugre. Salíamos a todos los cafés top de Lastarria y pasábamos horas hablando de nimiedades, pero nos matábamos de la risa. Él me enseñó la regla de “los tres segundos” que consiste en que cuando a uno le gusta alguien, tiene que mirarlo o mirarla durante tres segundos a los ojos y después voltear la mirada. Debo decir que esa regla me fue bastante útil para flirtear en los bares.

Ninguno de los dos teníamos secretos y no habían temas tabú. Él me contaba de sus relaciones amorosas y me aconsejaba para que yo fuera más coqueta, me sacara partido y me metiera en una relación definitivamente. Me invitaba a las discos gay, que eran de lo más entretenidas y conocí a través de él, a la gente más original y buena onda que había conocido en mi vida, como uno de sus amigos que era transvesti y que se cambiaba en el departamento de mi amigo. Entraba al baño como hombre y salía como mujer ultra producida.

Era mi mejor amiga y mi mejor amigo. Tenía lo mejor y lo peor de lo femenino y de lo masculino. Era cruel con los demás por la ropa y otras cosas superficiales, pero también era sensible con el arte y compartíamos los gustos y estilos. Siempre tenía muchas copuchas jugosísimas, porque trabajaba en la universidad. Gracias a él sabíamos quiénes eran homosexuales de nuestros compañeros y compañeras –y hasta profesores y ayudantes–, porque tenía un “gaydar” súper afinado.

Pero como tenía lo bueno y lo malo de las mujeres y de los hombres, me empezaron a caer mal sus pequeños comentarios, palos más bien, en mi contra. Yo los dejaba pasar porque eran palabras al viento y apreciaba mucho nuestra amistad, porque habíamos pasado por muchas cosas juntos.

Pero hubo una en que ya no se la pude dejar pasar y que quebró nuestra amistad. Pasó durante un matrimonio al que lo acompañé. La novia había sido de nuestra universidad y muchos de nuestros compañeritos estaban invitados y, peor aún, estaban en nuestra mesa. En esa época yo estaba pasando por uno de mis peores momentos: estaba muy gorda, mi autoestima súper baja, no tenía pega y andaba con depresión.

Como no había visto a mis compañeros después de tantos años, yo había cambiado físicamente. La verdad es que sólo me corté y me teñí el pelo. La cuestión es que ninguno de ellos me conoció.

En  un momento de la velada mi amigo se volvió hacia mí y me dijo con tono muy irónico, algo que no sé por qué, me dolió hasta el alma: “¿cachaste que nadie te conoció y eso que eras una de las primeras de nuestra generación?”. Como yo suelo tener efecto de reacción retardado, no fue sino hasta el otro día cuando me di cuenta que lo que me había dicho fue cruel. Especialmente cuando él sabía en el estado en que me encontraba.

Por tanto, hice lo peor que puede hacerse hoy gracias a la tecnología: lo eliminé de mi facebook. Ya no era mi amigo ni virtual ni realmente.

Mi mejor amiga me confió que yo había sido muy exagerada en mi reacción –bueno siempre he sido exagerada en todo – pero que entendía por qué lo había hecho y que ella tampoco lo hubiera dejado pasar.

Corté toda comunicación con él, porque cada vez que me acordaba de su estúpida frase me daba más rabia. Tanto fue lo que lo odié, que le mandé un correo electrónico para desahogarme diciéndole todo lo que tenía que decir. Fue bastante terapéutico en realidad.

Hasta el día de hoy no he logrado perdonarlo, no obstante que lo echo de menos y extraño sus comentarios ácidos que tanto me hacían reír. Sólo a través de mi amiga sé en qué anda, y él le dice siempre que lo perdone y que lo acepte como amigo en facebook. Honestamente, no sé si hacerlo, pero lo consideraré.-

Los adolescentes de hoy y los niños de ayer

Los tiempos han cambiado definitivamente. Me doy cuenta de ello todos los días. El tema de la tecnología es lo recurrente cuando se quiere ejemplificar nuestra evolución a una era más rápida y simple-compleja.

Yo lo veo en otras partes: en los adolescentes de hoy, en especial en las jóvenes.

Hoy justamente mientras venía en el metro, estaba pensando en el tema de la responsabilidad y de lo que significa ser adulto. Estaba profundamente inserta en mis cavilaciones cuando dos chiquillas, de no más de trece o catorce años, se subieron al mismo vagón en el que yo estaba.

Las empecé a observar. Ambas estaban vestidas con buzo escolar, pero no parecía que tuvieran trece, más bien se veían como de veinte. Una de ellas estaba altamente producida de pies a cabeza. Pelo negro, con un peinado tipo Amy Winehouse, pero no tan obvio, tirado hacia el lado con un pinche extravagante. Llevaba bastante maquillaje: ojos bien definidos, pestañas súper largas y negras, harto colorete y brillo labial. También andaba muy “accesorizada”: tenía como dos o tres aros en cada oreja, argollas doradas y anchas, collar, pulsera, anillo y reloj del mismo tono dorée.

A pesar de que andaban con buzo, éste era bien apretado y revelador, los pantalones más bien parecían calzas, tan ceñidos que los tenían, y vestían chaquetas cortitas con botones (sí) dorados y capuchones de piel falsa. Ninguna andaba con mochilas, sino que bolsos de gimnasia de marca y muy estilosos.

Las dos estaban mejor arregladas que yo, que tengo casi treinta y cuento con un sueldo mayor que la mesada que le dan sus papás.

Inmediatamente viajé a mis trece años. Sí, es cierto en mi curso tenía compañeras tan producidas como las chiquillas del metro, pero las buenas monjas de mi colegio ponían coto a esa producción en forma drástica. Pobre de aquélla que después de las vacaciones de verano llegara con la típica trenza hippie de la playa. Se la cortaban.

Sin embargo, la mayoría de nosotras a los trece años éramos bien niñas y bien ñoñas.

Yo nunca usé un buzo apretado ni el jumper más arriba de mis rodillas. No sólo porque las monjas que medían con regla el largo, sino porque era mucho más cómodo andar con ropa suelta que nos permitía correr, tirarnos por las escaleras o jugar a cualquiera de los juegos que ya ni me acuerdo cuáles eran. ¿Para qué andar constreñidas por la ropa? Y para qué decir sobre el maquillaje y el pelo. La regla era clara en el colegio, nada de maquillaje. Las monjitas nos decían que éramos bonitas como Dios nos había hecho: naturales y niñitas. Y el pelo debía estar siempre con un moñito o una trenza maría con la cintita blanca o si se iba a usar suelto, se debía hacer una media colita atrás, porque nuestras caras debían estar siempre despejadas.

Nunca cuestionamos, en aquellos años, esas normas de las monjitas ni de las mamás. No sé si fue porque todas éramos niñas y no teníamos que impresionar a ningún niño o porque no nos importaba ser grandes tan rápido.

Es verdad que todas queríamos salir del colegio y experimentar el maravilloso mundo de afuera, donde no hay reglas porque uno ya es adulto. Pero no queríamos dejar nuestra niñez atrás ¿cuándo podíamos volver a hacer competencias por las escaleras o correr sin ningún objetivo específico por el patio?

Ahora, las niñas que me encuentro en la calle o en el metro se preocupan de cosas como esas de la ropa, del maquillaje, de las joyas, de ser flacas y bonitas. En efecto, es muy rara la ocasión cuando veo a una escolar simple, sin ningún maquillaje, con su pelo natural, sin joyas extravagantes. Probablemente esas niñas son las nerds o ñoñas o mateas o losers o cómo sea que hoy se les diga. No hay que negarlo. Ahora la popularidad con los chicos del sexo opuesto se mide por lo de afuera, siempre ha sido así ¿pero es eso tan importante como para abandonar la niñez?¿por qué crecer tan rápido?

Yo solía echarle la culpa a esos programas de la televisión que no tienen ningún contenido, pero que enseñan pasos de baile, se cantan canciones pegajosas y las modelos son perfectas. También culpaba a la presión grupal. Pero ninguna de esas cosas tiene que ver con que las chiquillas de trece, hoy, quieran ser más grandes o vestirse de tal manera o, lo peor de todo, hacer cosas no saludables para verse como las de la tele. No. Me he convencido que cuando a uno le enseñan cómo uno es y debe ser no cae en la presión grupal, no deja de ser niña, no deja que un programa de la tele le diga cómo vestirse y comportarse. Hay una fortaleza, pequeña aún, adentro de todos nosotros que sabe lo que valemos aunque los demás nos digan lo contrario.

Esa fortaleza de carácter a mí me la entregaron mis padres. Cuando pedía en la casa que me compraran una marca tal de zapatos porque era la moda o quería usar maquillaje para ir a una fiesta del colegio, mis papás me decían que algo tenía que era valioso y que tenía que estar segura de mí misma, porque nadie es perfecto, ni mis compañeras ni las de la tele.

Y a pesar de que era gordita, todavía lo soy, y mis compañeras me molestaban por andar con el pelo amarrado con la cinta blanca, yo sufría un poco, pero al fin y al cabo no me dejaba llevar ni me afectaba lo que me decían, porque tenía a mis amigas, algunas que conservo hasta el día de hoy, y el apoyo de mi familia.

Así que cuando volvía a la casa después de que me corté el pelo en séptimo básico y se rieron de mí porque me parecía Cristóbal Colón, me ponía a dibujar o a ver monitos y se me olvidaba todo. Total el tiempo pasa rápido, las compañeritas que se burlaban de mí a los trece, eran tan inseguras como yo, tan deseosas de destacarse como se veían, a costa de su salud y de su felicidad de niñas.

Yo creo que es nuestro deber como adultos poner los puntos sobre la íes. Yo no tengo hijas ni sobrinas de trece años. Pero si las tuviera o si conociera a alguna, le diría que la autoestima nace de uno. Claro, me van a mandar a la punta del cerro como están ahora las cabritas. Pero intentaría dejarles algo en su cabeza, de que la vida es tan difícil como cuando se es niño como cuando se es adulto, con la diferencia que cuando uno ya es adulto hay que arreglárselas solo, ni las monjitas ni las mamás nos van a aconsejar cuando estemos trabajando o cuando tengamos una pareja o cuando vamos a elegir una carrera o cualquier otra decisión que debemos tomar y que nos va afectar. Les diría también que ya no importa tanto cómo uno se vea, porque en la vida real no todo lo que brilla es oro. Frecuentemente, lo que brilla es uno como se es y no por lo que se aparenta ser. Ojalá que al menos una pueda darle una vuelta. Si después se va a ver Yingo, a hablar por teléfono con sus amigas porque el Fulano la miró o no, o a negarse a comer para verse más flaca, pues bueno nada que hacer. Habrá que aceptar que los tiempos han cambiado y que la niñez es cada vez más  corta que antes.-

Las vueltas de la vida

He estado pensando en las vueltas que da la vida. Cuando la gente suele decir que uno debe comportarse de tal o cual forma para con los demás “porque nunca se saben las vueltas de la vida”, no sabía exactamente lo que aquello significaba.

Actualmente estoy estudiando un Magíster en Historia, algo que he querido desde que era muy pequeña, y he aprendido que la historia no es ya como Cicerón alguna vez lo expresó “Historiae Magistra Vitae” la historia es la maestra de la vida. No, ya no nos sirven los errores del pasado para no volver a repetirlos, ni tampoco la historia se repite como patrón de vida, no es un péndulo. Todas esas concepciones han sido descartadas por la historiografía moderna.

Por lo tanto, las vueltas de la vida, no son tales, no existen. ¿Debo creer entonces que mi vida es un relato continuo de hechos o experiencias que me ocurren, que se desenvuelven o evolucionan?

Con todo el respeto a los historiadores modernos, debo decir que soy la viva prueba de que la historia de mi vida ha sido un péndulo, cíclico y repetitivo. Sí, yo he caído una y otra vez en los mismos patrones durante mi vida adulta y cada vez más me doy cuenta de que siempre vuelvo al mismo punto de partida y vuelvo a hacer lo que he hecho antes.

Así me ha ocurrido con mis diferentes trabajos, tengo veintinueve años y no he evolucionado. Desde los veinticinco he renunciado a una pega después de nueve, diez meses o un año, entro a otra y vuelvo a renunciar. Alguna veces, me he detenido como para viajar a Europa para buscar iluminación de los antiguos pensadores y filósofos en los museos, pero apenas aterriza el avión, vuelvo a seguir el patrón: pega, renuncia, pega nueva, renuncia, y así sucesivamente.

Pero debo contar lo que ocurrió con el último trabajo en que estuve, que quebró mi patrón de péndulo.

Estuve trabajando más de un año, lo que para mí es un récord, en un servicio público. Hace una semana renuncié. ¿Por qué? Porque sí. Como siempre. Pero esta vez salté al vacío. No tenía otra pega esperándome, estaba completa y oficialmente desempleada.

Sin embargo ahora la situación era muy diferente. Mis padres son ya viejitos, volví a vivir con ellos, hace tres años, porque mi mamá estaba muy enferma y necesitaban de mi presencia y, más importante aún, de mi ayuda económica.

Así que todo mal, sin pensar en nada, con una rabia más  o menos grande porque no me pagaban mis horas extras, me cargaban la mata porque era muy responsable, etc., renuncié por capricho y para darle una lección a mi jefe.

Resultó que el tiro me salió por la culata. A la semana, cuando escribo esto, mi padre tuvo un ataque de hipertensión, se fue para la clínica porque le salía sangre por todas partes por las que la sangre puede salir, y más encima mi querido hermanito menor, se quebró el tobillo.

Mi cuenta corriente disminuía en forma drástica. De lo que me habían pagado el último mes, me quedaban sólo cien mil pesos. La soga que me puse voluntariamente al cuello, se iba apretando cada vez más.

No. Ya no era lo mismo. No era sólo yo la que me iba afectar y mi papá ya no tenía un bolsillo grande, o mejor dicho, ya no tenía bolsillo, en el que me pudiera esconder como antes.

Así que las vueltas de la vida me pillaron. A una semana de renunciar, con humildad, sin orgullo, sin vergüenza y sin nada, le pedí a mi jefe que me reincorporara. Perdón, quise decir le supliqué a mi jefe para que me aceptara de vuelta. Ello me recordó ese famoso capítulo de Los Simpsons, cuando Homero renunció a su trabajo en la planta nuclear porque ya no tenía deudas para irse a trabajar a una bolera, que era su sueño. Pero cuando Marge le dijo que estaba esperando a la Maggie, el pobre Homero, después de haber humillado al señor Burns cuando se fue, volvió a pedir su trabajo. En la puerta ancha decía “aplicantes” y en un hoyo chico en la pared decía “suplicantes”, por ahí entró Homero de rodillas a rogar por su trabajo en la planta y el señor Burns lo dejó en su puesto antiguo con una placa que decía: “no lo olvide: usted está aquí para siempre”.

Me citaron para el día siguiente a las doce del día, justo después de mi sesión terapéutica. Mi jefe, el señor Burns, hacía ese triángulo malévolo con sus manos juntas. Él sabía que yo iba a volver. Por lo tanto, aprovechó la ocasión no sólo para decirme lo que nunca más debía hacer, sino también para imponerme condiciones laborales bastante rígidas.

Volví a mi cubículo, así como me fui. No me importó lo que los demás pensaron de mí, pero tal como a Homero, se me recalcó que una conducta irracional e impulsiva como mi renuncia, no sería aceptada una segunda vez, pues ésta era mi única oportunidad.

No había plaquita, pero en el fondo, mi jefe me lo hizo ver con claridad: “no te olvides, tú estás aquí para siempre”. Tal vez debía haber utilizado la cabeza de mi jefe como un tambor, después de todo.-

La tele y yo

Desde que era pequeña, la tele y yo hemos tenido una relación fructífera, permanente y muy fiel. Nadie ni nada me otorga tantos placeres y me provoca tantas emociones como la tele.

Desde que le rogamos a mi papá para que pusiéramos cable en la casa, nunca nos hemos separado y cómo decía el gran Homero (Simpson, no el de la Ilíada) no sé “cómo un cablecito tan pequeño puede traer tanta felicidad”.

Porque eso es lo que siempre me trae, pura felicidad. La variedad de programas, las series que se siguen adictamente por temporadas, la farándula gringa que es mucho más interesante que la chilena –para qué andamos con cosas–, las películas lloronas, los reality, los monitos para adultos, etc. Es una gama de colores y emociones que sólo la tele puede dar y a cambio de muy poco.

Lo mejor de mi relación con la tele es su capacidad, que nunca me ha decepcionado, de bloquear mi cerebro por las horas que son necesarias. Es increíble como la tele es el único remedio que me ha servido un 100% para distraerme de las penas y de mis problemas. Nada de ansiolíticos ni antidepresivos. No. La tele, la santa tele, ha sido mi hogar y mi escape de toda la dura realidad de la vida diaria.

Ahora bien, el problema es que cuando se acaba la película o la serie hay que volver a la realidad y enfrentar el día a día. Pero eso es temporal. Uno sabe cuando el jefe lo está retando o cuando está en una tediosa reunión, que a una hora determinada lo espera un programa o película y eso a uno le da aliento. Uno piensa: “no importa, total a las diez dan mi serie de vampiros”. Reconfortante.

Mi sicóloga de muchos años me decía que era malo ver tanta tele, porque me alejaba de la vida real y no me hacía salir de mi pieza. Yo le decía que afuera no habían muchas cosas que quería y que además me decepcionaban. Ella insistía y yo a mi vez. Al final gané yo, obvio, porque no seguí yendo a terapia. La tele fue más fuerte.

La tele no sólo entretiene. Sin la tele no hubiera aprendido a hablar inglés fluido. Nadie me lo cree pero es verdad, y mucho más barato y cómodo que ir a un instituto de idiomas. Además, uno aprende de la vida de los otros. Yo nunca he tenido ninguna relación amorosa, pero a veces me sorprendo de cuánto sé sobre las relaciones de parejas, gracias a la tele y aconsejo en base a lo que me ha enseñado. También uno aprende qué es lo que está de moda. Si bien no me puedo comprar ropa de marca, al menos, sé cuál es el color de la temporada.

Para qué decir de las películas y series. Yo no veo teleseries chilenas, porque no bajo del canal 25 de mi control remoto, salvo cuando hay noticias importantes. Así que soy una ignorante sobre quién es quién y cuando me los nombran, me quedó con cara de duda. Pero cuando me comentan de las series extranjeras, gringas o inglesas, ahí estoy yo de las primeras, no sólo recapitulando y resaltando los mejores momentos, sino también acompañando con biografías y conexiones, en fin, con la trivia.

No creo que sea snob no ver la tele chilena por las siguientes razones: me gustan ver las películas en su idioma original ¡se pierde tanto en el doblaje!; no hay ninguna comedia o serie chilena en la que me haya sentido cómoda, excepto Plan Z, el que vi religiosamente y sigo viendo gracias a You Tube; y, por último, la forma en que la tele chilena cree que nos vemos a nosotros mismos me parece que es demasiado extrema: o somos ricos, o muy pobres, o hablamos pronunciado o en coa. Al final es un tema de decisión. No soy snob ni arribista y no podría serlo aunque quisiera, porque vivo en una comuna de la periferia, no tengo trabajo y mi familia es de clase media baja.

Tele chilena o gringa, al final da lo mismo, porque sin la tele no podría tener algo que me sacara de contemplar el abismo de mi propia miseria, especialmente cuando los días se ponen fríos, negros, lluviosos o simplemente difíciles.

Como la tele es mi fiel compañera y nunca me ha dejado botada, yo también le pago con la misma moneda. Nunca he dejado botada ninguna serie o programa favorito por nadie. Pueden haber excepciones. Pero si alguna de mis amigas me llama para salir y están dando una película o serie, para la cual me he preparado física como ambientalmente (luz apagada, si hace frío en la camita, dulces al lado, cigarros, etc.), la tele sabe que no la voy a abandonar, porque salidas hay muchas, pero ese momento con la tele sólo uno.- 

Estamos bien, en el refugio, los 33.

Palabras que vivirán en la historia de Chile para siempre. La prueba de vida más hermosa que se puede esperar cuando mucha gente, incluso las familias de algunos de los mineros atrapados en San José, Copiapó, estábamos perdiendo la esperanza.

Corto, precio, justo y lúcido fue ese papelito de cuaderno en letras rojas. Ese papelito, que no tiene valor en sí mismo, fue la luz de la vida. Fue el nacimiento de treinta y tres hombres que contra todas las posibilidades científicas, se mantuvieron vivos por diecisiete días. Ese papelito ahora vivirá en nuestra memoria para siempre, como la bandera chilena embarrada y rota que uno de los afectados por el terremoto recogió y que la prensa capturó.

El sueño de la vida dio a las familias y a todo Chile una alegría que no podía describirse con palabras, volvimos a respirar y, lo más importante, volvimos a creer.

Yo soy creyente y mística. Creo en Dios y la Virgen como madre de todos sus hijos y también creo que la espiritualidad vive en nosotros alimentándonos de algo que va más allá de la razón y del sentimiento.

Respeto mucho a las personas que no creen en un ser más grande que todos nosotros y que piensan que esto es lo que hay, que estamos solos, que no hay nada más que lo que vivimos. Pero no puedo dejar de pensar que lo que ocurrió el 22 de agosto de 2010, fue un milagro, la obra de una mano divina.

Pero también soy racional. No desconozco que el esfuerzo de cientos de hombres y mujeres que dedicaron semanas enteras a encontrar a los mineros, día y noche, sin dormir y comer, fue vital y que dio el resultado que ese día domingo todos conocimos.

Todos esos días, desde el 5 de agosto, cuando se produjo el derrumbe estuve muy acongojada, muy angustiada y en algún punto, pensé honestamente que la tarea que se estaba haciendo en la mina era una búsqueda de cadáveres. Era muy poco probable, me decía la lógica, que los treinta y tres hombres estuvieran vivos e ilesos. Me sumí en los problemas propios y en la rutina cotidiana, decidí no pensar más en ello, como decido no pensar en los niños africanos con sida, en las guerras, en el terrorismo o en el calentamiento global.

Cuando empecé a escribir esto, una de las sondas que se instalaron y que cavaban incesantemente hasta los casi 700 metros en los que podrían estar los mineros, había llegado lo suficientemente cerca del refugio. Se escucharon golpes, golpes que el Ministro de Minería no aseguró que fueran algún tipo de comunicación. Claramente, nuestro Ministro no quería dar falsas esperanzas, llamó a la mesura y a la calma, pero todos vimos en los canales de televisión cómo los rescatistas y los personeros de gobierno se abrazaban. No sé por qué, pero aunque hayan llamado a la calma y a la mesura, aunque los golpes o ruidos hayan sido piedras u otro sonido que no sea humano, para las familias sin aliento, eran una señal, un significado que renovaba y confirmaba sus esperanzas de volver a abrazar a ese ser querido que se encontraba, como dijo nuestro Presidente, “en las entrañas de la tierra”.

Durante todo este tiempo estuve reflexionando sobre lo que es la esperanza. Se dice que la esperanza es lo último que se pierde. En los peores momentos de nuestras vidas, cuando estamos perdidos en un hoyo oscuro, que en este caso no es un término figurativo, siempre tenemos esperanza, siempre esperamos que haya una luz al final y que todo estará bien.

Todos nosotros, todos, hemos estado en una situación oscura, de la que no sabemos cómo salir: nos han dicho que nuestros seres queridos, luego de largos procedimientos médicos, no tienen mucho tiempo para vivir; a algunos que se nos ha desaparecido un hijo; cuando hemos perdido todo lo que tenemos por una quiebra, por la cesantía, por las terribles deudas. La palabra esperanza, es más que eso, es un aliento, es una parte inherente de nuestra humanidad y que nos difiere de todos los otros seres vivos de nuestro planeta.

Sin esperanzas ¿habrían estado los especialistas, el Gobierno, nuestros Carabineros y Cuerpo de Bomberos, los militares, los jóvenes voluntarios, los amigos y familiares en el lugar de la Mina San José? No, nunca. Habrían aceptado lo inevitable y se habrían retirado a sus casas para empezar el luto y la sanación. El Gobierno no habría invertido ni un céntimo. Los voluntarios no habrían viajado desde remotos lugares del país para acompañar a las familias. Sería otro episodio gris en nuestra historia patria. Pero nada más.

Debo contar aquí el mito de la caja de Pandora, que muchos conocemos, pero que nos explica, como lo entendieron los griegos, lo que ocurre en nuestras vidas y que creo, además, que está en nuestro inconsciente humano desde tiempos antiguos. El dios Zeus ordenó a Hefesto que creara una mujer del limo de la tierra. Todos los dioses contribuyeron a su creación, la de una mujer bella y con grandes dotes, que jamás se había visto: Hermes le dio el don de la palabra, Afrodita le otorgó el deseo, Atenea la cubrió del don de hacer encajes y puntas. Dice la mitología griega, que el gran dios Zeus le otorgó a Pandora una caja cerrada, que contenía todos los males imaginables y le ordenó que no la abriera, sin decirle lo que en ella había. La curiosidad de la bella Pandora, la hizo romper el sello y desobedecer al dios. Empezaron a salir todos los males que azotan desde esos tiempos míticos a los humanos: dolor, enfermedades y conflictos. Pandora asustada y sin saber qué es lo que había hecho, escuchó una vocecilla que le dijo: “Ciérrame, soy la Esperanza lo último que tendrán los humanos”. Cerrada la caja de Pandora, lo único que quedó, entonces, fue la esperanza.

La esperanza es el combustible de nuestras almas para seguir, a pesar de la adversidad, a pesar de lo que nos digan, a pesar de nuestra razón. La esperanza nos sigue siempre. Si la perdemos no tenemos por qué vivir, ni por qué esperar, tenemos que ser fuertes y la fortaleza se da por la esperanza, aquella pequeña lucecita o voz que nos dice que no nos rindamos y que todo puede cambiar.

Durante estas dos semanas, he seguido día a día la desgracia de los mineros, así como seguí los efectos del terremoto que afectó a nuestro país casi en su totalidad, el 27 de febrero pasado.

Me han enervado de sobremanera los comentarios que tratan de utilizar todas estas situaciones en forma política o de cualquier otro tipo. Me parece que aquellos que quieren utilizar estas tragedias para tirar acusaciones políticas o de cualquier tipo, que no sean humanitarias, son personas que no son tales, que no tienen una habilidad emocional para ponerse en los zapatos de las personas que sufren.

Encomiable ha sido la actuación del Gobierno, de los voluntarios, de la Cruz Roja, de los Bomberos, de Carabineros, del Ejército, de los rescatistas especialistas en el tema, de los compañeros de los mineros y, por supuesto, de los familiares y amigos de los afectados. A ellos hay que dedicarles nuestro cariño y nuestro respeto, sin colores políticos o sociales. A ellos, les podemos llamar sin asco y sin duda “héroes de la patria”.

Como en el terremoto del 27 de febrero, acompañemos a nuestros compatriotas, aquí la solidaridad de la que nos orgullecemos, “la solidaridad chilena”, se ha hecho un factor esencial, vital. Esa solidaridad y la esperanza, dio resultados positivos. Sea por la mano de la Divinidad, por la suerte, por los cálculos físicos y matemáticos, el domingo 22 de agosto, los mineros nos dieron a todos una lección de que existe tal cosa como la esperanza, de que existe la valentía, el coraje, las ganas de vivir y que siempre podemos salir del hoyo más oscuro en que nos encontremos.

Para mí fue una inspiración. Estoy con una depresión terrible y sin trabajo, pero si treinta y tres hombres, atrapados en las entrañas de la montaña se mantuvieron vivos, a pesar de todas las probabilidades, con ganas de salir a la luz, para abrazar a sus familias, para volver a vivir, debo decir que me han enseñado a tener coraje y resistencia y ojalá pueda ser tan fuerte para decir: “Estamos bien, en el refugio, los 33”.-

El certificado de virginidad

Ocurrió una vez, no hace tanto tiempo, que para desempeñar un cargo público a contrata tuve que realizarme un examen para determinar que mi salud era compatible con dicho cargo.

Yo desconocía el procedimiento, pues nunca me lo habían requerido a pesar de que trabajé previamente en una institución pública durante mis primeros años como profesional.
Ignorante, entonces, concurrí temprano al Consultorio N° 1 para informarme en qué consistía el famoso procedimiento médico.

Uno piensa naturalmente que éste será un típico examen de sangre o de orina, interrogatorios sobre hipertensión o alguna forma de enfermedad terminal. Eso suena como lo más lógico.

Bueno pues no es así de simple (o difícil, cualquiera que sea la forma en uno quiera verlo). No sólo tenía que hacerme un examen de mamas y uno realizado por un doctor viejito con delantal amarillento sobre mi presión y corazón, también debía hacerme un PAP.

El PAP o papanicolau, como la mayoría de las mujeres adultas sabemos, consiste en que un ginecólogo (o matrona, en su defecto), luego de poner un espéculo, con un palillo toma una muestra del cérvix al que le hacen un análisis para determinar si uno padece o no de cáncer uterino.
Me dieron a elegir: podía hacerme el PAP en el mismo Consultorio con la matrona, podía hacérmelo con mi ginecólogo o llevar alguno que me hubieran realizado al menos dos años atrás.  Elegí la segunda opción, ya que no quería que me lo hicieran en el Consultorio y porque nunca me lo había hecho en mi vida.

Así, entonces, pedía hora con cualquier ginecólogo del Hospital de la Universidad Católica. Cuando le expliqué la situación al médico, éste – delante de un interno que no superaba los veinticinco años de edad– me pregunta:
-          ¿Con cuánta frecuencia tiene usted relaciones sexuales?
-          Mmmm. Ninguna - le contesté seria.

Dejó su lápiz de marca en el escritorio y me miró sobre sus lentes, frunciendo levemente el ceño.

Ahí estaba yo al frente de este ginecólogo dubitativo, una mujer de veintiocho años que nunca había tenido sexo. Me dijo luego de un largo silencio:
-          ¿Nunca ha tenido relaciones sexuales?
-          No, doctor
-          ¿No ha tenido, entonces, actividad sexual alguna? – el pobre hombre me volvió a preguntar en una forma diferente, como si cambiando el orden semántico me fuera a pillar en alguna mentira al estilo Britney Spears.
-          No, doctor.

Y  empezó, para mi asombro, a describir una serie de actos sexuales que se debían entender como tales, por si no lo tenía claro, como si yo fuera Bill Clinton y no supiera en qué consistía el sexo.
-          ¿Ha tenido alguna vez sexo oral, sea que lo haya recibido o dado?
-          No, doctor.
-          ¿Sexo anal?

Para qué decir a lo que respondí a las sucesivas preguntas ejemplares que me arrojaba. Al final de la lista, miré de reojo al interno. El pobre estaba rojo, no sé si de vergüenza o de risa.

El médico aún no estaba convencido. Seguramente en sus años de carrera profesional no había conocido a una mujer de veintiocho años que fuera virgen…Así que le dije, en forma determinante y seria:
-          Doctor, ¿usted cree que en estos tiempos una persona de veintiocho años o más mentiría sobre ser virgen?

El hombre quería reír, pero no lo hizo, hubiera sido poco profesional.
-          Bueno –me dijo colocando un signo negativo en mi ficha– siendo que usted nunca ha tenido relaciones sexuales, no le puedo realizar un PAP, pues lo que el examen determina sólo se puede contagiar a través del coito.

No sabía eso. Según recuerdo, la orientadora sexual de mi colegio de monjitas católicas catalanas, solía decirnos que todas nosotras debíamos hacernos el PAP con o sin actividad sexual, aunque las niñas vírgenes corrían menos riesgos que las “impuras” (“sueltas” sería una palabra muy fuerte).

Luego el médico hizo algo que, según creo, nunca había hecho en su vida: me extendió un certificado de virginidad para que lo presentara en el Consultorio, y que decía lo siguiente:
“Certifico que doña Ana Walker no puede realizarse el Papanicolau, debido a que NUNCA ha tenido actividad sexual y, por lo tanto, no presenta riesgos…” la parte que he subrayado, la he transcrito tal y como me entregó el certificado.

Antes de marcharme de la oficina del médico, me dijo, con el papelito en la mano y con una especie de reticencia en entregármelo:
-          Esta es información confidencial, así que no se lo ande mostrando a medio mundo…

No pude evitar reírme. Sí doctor, lo voy a publicar en mi facebook.

Me fui con mi certificado de virginidad y mientras caminaba, me asaltó la pregunta sobre qué pasaría cuando los del Consultorio me pidieran el PAP y yo les diera a cambio el certificado. Probablemente, pensé, lo agregarían a mi ficha personal y lo enviarían a mi futuro empleador.

El solo pensamiento me aterró. Está muy bien ser virgen a los veintiocho años, nunca me lo he cuestionado, no me avergüenza ni me molesta, pero como dicen los militares gringos cuando los homosexuales postulan a sus filas: “Don’t ask, don’t tell” (no preguntes, no digas). Esta ha sido siempre mi política al respecto.

Con esto en mente (imaginé vívidamente al jefe de recursos humanos y a sus funcionarios riéndose y diciendo irónicamente “virgen la mentirosa”) planifiqué una operación estratégica: cuando tuviera que entrevistarme con la matrona del Consultorio no le iba a entregar el certificado, sólo se lo exhibiría, sin soltarlo de mis manos, explicando verbalmente lo que me había dicho el ginecólogo.

Así lo hice. En ningún momento solté mi preciado certificado virginal. La matrona me dijo tranquila:
-          Muy bien, pero acuérdese: apenas tenga relaciones sexuales vaya a hacerse el PAP.
-          Sí, obvio, doctora- le contesté.

Me fijé muy especialmente de que en la ficha que llenó nada dijera sobre mi virginidad debidamente certificada por el especialista.

Cuando terminó el examen, guardé mi certificado en la cartera y me declararon lo suficientemente saludable como para desempeñar el cargo.

Hasta el día de hoy tengo mi certificado de virginidad, lo mantengo guardado en un lugar oculto, tan oculto que me encontró trabajo encontrarlo. No obstante que han pasado dos años, supongo que el certificado ha perdido su validez, pues con treinta años de edad ¿quién me va a creer, de nuevo, que aún soy virgen? Probablemente, tendré que ir a renovarlo.-

Cómo saber cuándo uno se está poniendo vieja

Mi mejor amigo gay me invitó a un matrimonio el fin de semana pasado. No tenía muchas ganas de ir porque estoy desempleada y con la angustia de que mi cuenta corriente está disminuyendo en forma dramática. Pero mi amigo es muy persistente y me convenció que era una buena forma de desahogarme y de sacarme las neuras.

Era un día sábado y estaba súper helado. Como estoy pasando uno de mis peores momentos de ansiedad, he subido como diez kilos y nada me queda bien, así que me puse un pantalón negro con un top del mismo color, el viejo truco estilístico para ocultar la gordura.

Fuimos a la Iglesia, eran cerca de las ocho. Como a las diez fuimos a las Terrazas de Larraín. Comimos, tomamos, bueno más bien mi amigo por él y por mí, y después nos pusimos a bailar regetón como corresponde en todo matrimonio que se precie de tal.
Eran las doce y me sentía cansada, muy cansada. A las cuatro de la mañana nos fuimos. Yo estaba apenas.

Llegué a mi casa y me tiré a la cama con la ropa y el maquillaje puestos. No hubo caso. Dormí sin parar todo el día domingo y hubiera seguido durmiendo si mi mamá no me dice que tengo que comer algo para tomar mis remedios.

Estuve en “coma de carrete” hasta el día jueves. Cuando el viernes me levanté más descansada, me miré al espejo y me di cuenta de algo que pensé que no pasaría tan pronto: me estaba poniendo vieja.

Cuando tenía veintitrés, recién egresada de la universidad, decidí tomarme un sabático, porque me lo merecía después de cinco años de asfixiamiento intelectual. Con mis dos mejores amigas y compinches, que igual que yo habían egresado en la misma fecha, salíamos a carretear de martes a domingo.

Eran carretes universitarios. Ninguna de las tres tenía trabajo, pero teníamos lo suficiente como para darnos el lujo de salir, comprar copete e invitar a nuestros buenos amigos.
Era increíble. 

Salíamos a bailar hasta que cerraban los pubs, o sea cuatro o cinco de la mañana. Una vez, incluso, después que cerraron nos quedamos carreteando con los dueños del lugar. Volvimos al departamento de mis amigas a las nueve de la mañana. Recuerdo claramente –bueno no tan claro, los vodkas naranja habían hecho bien su trabajo– que el sol estaba alto, las señoras estaban regando y paseando a sus perros y nosotras estábamos esperando un taxi, sentadas en la vereda, cansadas por tanto bailoteo y con un hachazo no muy agradable. Al otro día me despertaba a una hora decente, fresca como lechuga de la costa, y volvíamos a salir.

¿Qué me pasó? Algo ocurrió entre esos cuatro años que en forma progresiva, me hicieron alejarme de los carretes, preferir las juntas diurnas e irme a dormir no más allá de las once o doce.

Lo que fuera que ocurrió, ese día del matrimonio me hizo caer en la cruda verdad de que ya no tenía el valor para carretear como antes.

En retrospectiva, creo que hay varios factores que incidieron en que envejeciera más rápido de lo que pensaba: las variadas pegas en que he estado, volver a la casa de mis papás que queda lejos de todo, el hecho de que mis amigas empezaron a pololear o a tener guaguas, etc.

Pero ninguno de esos factores me convence del todo. Creo que la respuesta más obvia es que mi organismo se cansó del carrete y que, simplemente, me volví vieja.

Cuando me invitan a carretes ahora, yo digo la verdad, pues lo he aceptado: “soy una vieja de mierda”. Más allá de las doce, olvídenlo, y menos un día de la semana. A mi cuerpo le cuesta cada vez más recuperarse, ya no son un día, son casi una semana que necesita para sentirse más o menos regular.

Prefiero ver mi serie favorita de vampiros antes que salir en el frío de la noche o tal vez leer un buen libro, quedarme acostada o sólo dormir. Esos son mis carretes, así me entretengo, así suelto mis neuras.

No sé si es más o menos saludable este confinamiento voluntario, pero la verdad, no me quedan muchas opciones: estoy vieja o al menos más vieja. Y no hay nada que pueda hacer al respecto.-