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lunes, 13 de septiembre de 2010

Cómo saber cuándo uno se está poniendo vieja

Mi mejor amigo gay me invitó a un matrimonio el fin de semana pasado. No tenía muchas ganas de ir porque estoy desempleada y con la angustia de que mi cuenta corriente está disminuyendo en forma dramática. Pero mi amigo es muy persistente y me convenció que era una buena forma de desahogarme y de sacarme las neuras.

Era un día sábado y estaba súper helado. Como estoy pasando uno de mis peores momentos de ansiedad, he subido como diez kilos y nada me queda bien, así que me puse un pantalón negro con un top del mismo color, el viejo truco estilístico para ocultar la gordura.

Fuimos a la Iglesia, eran cerca de las ocho. Como a las diez fuimos a las Terrazas de Larraín. Comimos, tomamos, bueno más bien mi amigo por él y por mí, y después nos pusimos a bailar regetón como corresponde en todo matrimonio que se precie de tal.
Eran las doce y me sentía cansada, muy cansada. A las cuatro de la mañana nos fuimos. Yo estaba apenas.

Llegué a mi casa y me tiré a la cama con la ropa y el maquillaje puestos. No hubo caso. Dormí sin parar todo el día domingo y hubiera seguido durmiendo si mi mamá no me dice que tengo que comer algo para tomar mis remedios.

Estuve en “coma de carrete” hasta el día jueves. Cuando el viernes me levanté más descansada, me miré al espejo y me di cuenta de algo que pensé que no pasaría tan pronto: me estaba poniendo vieja.

Cuando tenía veintitrés, recién egresada de la universidad, decidí tomarme un sabático, porque me lo merecía después de cinco años de asfixiamiento intelectual. Con mis dos mejores amigas y compinches, que igual que yo habían egresado en la misma fecha, salíamos a carretear de martes a domingo.

Eran carretes universitarios. Ninguna de las tres tenía trabajo, pero teníamos lo suficiente como para darnos el lujo de salir, comprar copete e invitar a nuestros buenos amigos.
Era increíble. 

Salíamos a bailar hasta que cerraban los pubs, o sea cuatro o cinco de la mañana. Una vez, incluso, después que cerraron nos quedamos carreteando con los dueños del lugar. Volvimos al departamento de mis amigas a las nueve de la mañana. Recuerdo claramente –bueno no tan claro, los vodkas naranja habían hecho bien su trabajo– que el sol estaba alto, las señoras estaban regando y paseando a sus perros y nosotras estábamos esperando un taxi, sentadas en la vereda, cansadas por tanto bailoteo y con un hachazo no muy agradable. Al otro día me despertaba a una hora decente, fresca como lechuga de la costa, y volvíamos a salir.

¿Qué me pasó? Algo ocurrió entre esos cuatro años que en forma progresiva, me hicieron alejarme de los carretes, preferir las juntas diurnas e irme a dormir no más allá de las once o doce.

Lo que fuera que ocurrió, ese día del matrimonio me hizo caer en la cruda verdad de que ya no tenía el valor para carretear como antes.

En retrospectiva, creo que hay varios factores que incidieron en que envejeciera más rápido de lo que pensaba: las variadas pegas en que he estado, volver a la casa de mis papás que queda lejos de todo, el hecho de que mis amigas empezaron a pololear o a tener guaguas, etc.

Pero ninguno de esos factores me convence del todo. Creo que la respuesta más obvia es que mi organismo se cansó del carrete y que, simplemente, me volví vieja.

Cuando me invitan a carretes ahora, yo digo la verdad, pues lo he aceptado: “soy una vieja de mierda”. Más allá de las doce, olvídenlo, y menos un día de la semana. A mi cuerpo le cuesta cada vez más recuperarse, ya no son un día, son casi una semana que necesita para sentirse más o menos regular.

Prefiero ver mi serie favorita de vampiros antes que salir en el frío de la noche o tal vez leer un buen libro, quedarme acostada o sólo dormir. Esos son mis carretes, así me entretengo, así suelto mis neuras.

No sé si es más o menos saludable este confinamiento voluntario, pero la verdad, no me quedan muchas opciones: estoy vieja o al menos más vieja. Y no hay nada que pueda hacer al respecto.-

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