La de cualquier persona, como tú, como ellos, como ellas o como yo.

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lunes, 13 de septiembre de 2010

El certificado de virginidad

Ocurrió una vez, no hace tanto tiempo, que para desempeñar un cargo público a contrata tuve que realizarme un examen para determinar que mi salud era compatible con dicho cargo.

Yo desconocía el procedimiento, pues nunca me lo habían requerido a pesar de que trabajé previamente en una institución pública durante mis primeros años como profesional.
Ignorante, entonces, concurrí temprano al Consultorio N° 1 para informarme en qué consistía el famoso procedimiento médico.

Uno piensa naturalmente que éste será un típico examen de sangre o de orina, interrogatorios sobre hipertensión o alguna forma de enfermedad terminal. Eso suena como lo más lógico.

Bueno pues no es así de simple (o difícil, cualquiera que sea la forma en uno quiera verlo). No sólo tenía que hacerme un examen de mamas y uno realizado por un doctor viejito con delantal amarillento sobre mi presión y corazón, también debía hacerme un PAP.

El PAP o papanicolau, como la mayoría de las mujeres adultas sabemos, consiste en que un ginecólogo (o matrona, en su defecto), luego de poner un espéculo, con un palillo toma una muestra del cérvix al que le hacen un análisis para determinar si uno padece o no de cáncer uterino.
Me dieron a elegir: podía hacerme el PAP en el mismo Consultorio con la matrona, podía hacérmelo con mi ginecólogo o llevar alguno que me hubieran realizado al menos dos años atrás.  Elegí la segunda opción, ya que no quería que me lo hicieran en el Consultorio y porque nunca me lo había hecho en mi vida.

Así, entonces, pedía hora con cualquier ginecólogo del Hospital de la Universidad Católica. Cuando le expliqué la situación al médico, éste – delante de un interno que no superaba los veinticinco años de edad– me pregunta:
-          ¿Con cuánta frecuencia tiene usted relaciones sexuales?
-          Mmmm. Ninguna - le contesté seria.

Dejó su lápiz de marca en el escritorio y me miró sobre sus lentes, frunciendo levemente el ceño.

Ahí estaba yo al frente de este ginecólogo dubitativo, una mujer de veintiocho años que nunca había tenido sexo. Me dijo luego de un largo silencio:
-          ¿Nunca ha tenido relaciones sexuales?
-          No, doctor
-          ¿No ha tenido, entonces, actividad sexual alguna? – el pobre hombre me volvió a preguntar en una forma diferente, como si cambiando el orden semántico me fuera a pillar en alguna mentira al estilo Britney Spears.
-          No, doctor.

Y  empezó, para mi asombro, a describir una serie de actos sexuales que se debían entender como tales, por si no lo tenía claro, como si yo fuera Bill Clinton y no supiera en qué consistía el sexo.
-          ¿Ha tenido alguna vez sexo oral, sea que lo haya recibido o dado?
-          No, doctor.
-          ¿Sexo anal?

Para qué decir a lo que respondí a las sucesivas preguntas ejemplares que me arrojaba. Al final de la lista, miré de reojo al interno. El pobre estaba rojo, no sé si de vergüenza o de risa.

El médico aún no estaba convencido. Seguramente en sus años de carrera profesional no había conocido a una mujer de veintiocho años que fuera virgen…Así que le dije, en forma determinante y seria:
-          Doctor, ¿usted cree que en estos tiempos una persona de veintiocho años o más mentiría sobre ser virgen?

El hombre quería reír, pero no lo hizo, hubiera sido poco profesional.
-          Bueno –me dijo colocando un signo negativo en mi ficha– siendo que usted nunca ha tenido relaciones sexuales, no le puedo realizar un PAP, pues lo que el examen determina sólo se puede contagiar a través del coito.

No sabía eso. Según recuerdo, la orientadora sexual de mi colegio de monjitas católicas catalanas, solía decirnos que todas nosotras debíamos hacernos el PAP con o sin actividad sexual, aunque las niñas vírgenes corrían menos riesgos que las “impuras” (“sueltas” sería una palabra muy fuerte).

Luego el médico hizo algo que, según creo, nunca había hecho en su vida: me extendió un certificado de virginidad para que lo presentara en el Consultorio, y que decía lo siguiente:
“Certifico que doña Ana Walker no puede realizarse el Papanicolau, debido a que NUNCA ha tenido actividad sexual y, por lo tanto, no presenta riesgos…” la parte que he subrayado, la he transcrito tal y como me entregó el certificado.

Antes de marcharme de la oficina del médico, me dijo, con el papelito en la mano y con una especie de reticencia en entregármelo:
-          Esta es información confidencial, así que no se lo ande mostrando a medio mundo…

No pude evitar reírme. Sí doctor, lo voy a publicar en mi facebook.

Me fui con mi certificado de virginidad y mientras caminaba, me asaltó la pregunta sobre qué pasaría cuando los del Consultorio me pidieran el PAP y yo les diera a cambio el certificado. Probablemente, pensé, lo agregarían a mi ficha personal y lo enviarían a mi futuro empleador.

El solo pensamiento me aterró. Está muy bien ser virgen a los veintiocho años, nunca me lo he cuestionado, no me avergüenza ni me molesta, pero como dicen los militares gringos cuando los homosexuales postulan a sus filas: “Don’t ask, don’t tell” (no preguntes, no digas). Esta ha sido siempre mi política al respecto.

Con esto en mente (imaginé vívidamente al jefe de recursos humanos y a sus funcionarios riéndose y diciendo irónicamente “virgen la mentirosa”) planifiqué una operación estratégica: cuando tuviera que entrevistarme con la matrona del Consultorio no le iba a entregar el certificado, sólo se lo exhibiría, sin soltarlo de mis manos, explicando verbalmente lo que me había dicho el ginecólogo.

Así lo hice. En ningún momento solté mi preciado certificado virginal. La matrona me dijo tranquila:
-          Muy bien, pero acuérdese: apenas tenga relaciones sexuales vaya a hacerse el PAP.
-          Sí, obvio, doctora- le contesté.

Me fijé muy especialmente de que en la ficha que llenó nada dijera sobre mi virginidad debidamente certificada por el especialista.

Cuando terminó el examen, guardé mi certificado en la cartera y me declararon lo suficientemente saludable como para desempeñar el cargo.

Hasta el día de hoy tengo mi certificado de virginidad, lo mantengo guardado en un lugar oculto, tan oculto que me encontró trabajo encontrarlo. No obstante que han pasado dos años, supongo que el certificado ha perdido su validez, pues con treinta años de edad ¿quién me va a creer, de nuevo, que aún soy virgen? Probablemente, tendré que ir a renovarlo.-

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