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lunes, 13 de septiembre de 2010

Estamos bien, en el refugio, los 33.

Palabras que vivirán en la historia de Chile para siempre. La prueba de vida más hermosa que se puede esperar cuando mucha gente, incluso las familias de algunos de los mineros atrapados en San José, Copiapó, estábamos perdiendo la esperanza.

Corto, precio, justo y lúcido fue ese papelito de cuaderno en letras rojas. Ese papelito, que no tiene valor en sí mismo, fue la luz de la vida. Fue el nacimiento de treinta y tres hombres que contra todas las posibilidades científicas, se mantuvieron vivos por diecisiete días. Ese papelito ahora vivirá en nuestra memoria para siempre, como la bandera chilena embarrada y rota que uno de los afectados por el terremoto recogió y que la prensa capturó.

El sueño de la vida dio a las familias y a todo Chile una alegría que no podía describirse con palabras, volvimos a respirar y, lo más importante, volvimos a creer.

Yo soy creyente y mística. Creo en Dios y la Virgen como madre de todos sus hijos y también creo que la espiritualidad vive en nosotros alimentándonos de algo que va más allá de la razón y del sentimiento.

Respeto mucho a las personas que no creen en un ser más grande que todos nosotros y que piensan que esto es lo que hay, que estamos solos, que no hay nada más que lo que vivimos. Pero no puedo dejar de pensar que lo que ocurrió el 22 de agosto de 2010, fue un milagro, la obra de una mano divina.

Pero también soy racional. No desconozco que el esfuerzo de cientos de hombres y mujeres que dedicaron semanas enteras a encontrar a los mineros, día y noche, sin dormir y comer, fue vital y que dio el resultado que ese día domingo todos conocimos.

Todos esos días, desde el 5 de agosto, cuando se produjo el derrumbe estuve muy acongojada, muy angustiada y en algún punto, pensé honestamente que la tarea que se estaba haciendo en la mina era una búsqueda de cadáveres. Era muy poco probable, me decía la lógica, que los treinta y tres hombres estuvieran vivos e ilesos. Me sumí en los problemas propios y en la rutina cotidiana, decidí no pensar más en ello, como decido no pensar en los niños africanos con sida, en las guerras, en el terrorismo o en el calentamiento global.

Cuando empecé a escribir esto, una de las sondas que se instalaron y que cavaban incesantemente hasta los casi 700 metros en los que podrían estar los mineros, había llegado lo suficientemente cerca del refugio. Se escucharon golpes, golpes que el Ministro de Minería no aseguró que fueran algún tipo de comunicación. Claramente, nuestro Ministro no quería dar falsas esperanzas, llamó a la mesura y a la calma, pero todos vimos en los canales de televisión cómo los rescatistas y los personeros de gobierno se abrazaban. No sé por qué, pero aunque hayan llamado a la calma y a la mesura, aunque los golpes o ruidos hayan sido piedras u otro sonido que no sea humano, para las familias sin aliento, eran una señal, un significado que renovaba y confirmaba sus esperanzas de volver a abrazar a ese ser querido que se encontraba, como dijo nuestro Presidente, “en las entrañas de la tierra”.

Durante todo este tiempo estuve reflexionando sobre lo que es la esperanza. Se dice que la esperanza es lo último que se pierde. En los peores momentos de nuestras vidas, cuando estamos perdidos en un hoyo oscuro, que en este caso no es un término figurativo, siempre tenemos esperanza, siempre esperamos que haya una luz al final y que todo estará bien.

Todos nosotros, todos, hemos estado en una situación oscura, de la que no sabemos cómo salir: nos han dicho que nuestros seres queridos, luego de largos procedimientos médicos, no tienen mucho tiempo para vivir; a algunos que se nos ha desaparecido un hijo; cuando hemos perdido todo lo que tenemos por una quiebra, por la cesantía, por las terribles deudas. La palabra esperanza, es más que eso, es un aliento, es una parte inherente de nuestra humanidad y que nos difiere de todos los otros seres vivos de nuestro planeta.

Sin esperanzas ¿habrían estado los especialistas, el Gobierno, nuestros Carabineros y Cuerpo de Bomberos, los militares, los jóvenes voluntarios, los amigos y familiares en el lugar de la Mina San José? No, nunca. Habrían aceptado lo inevitable y se habrían retirado a sus casas para empezar el luto y la sanación. El Gobierno no habría invertido ni un céntimo. Los voluntarios no habrían viajado desde remotos lugares del país para acompañar a las familias. Sería otro episodio gris en nuestra historia patria. Pero nada más.

Debo contar aquí el mito de la caja de Pandora, que muchos conocemos, pero que nos explica, como lo entendieron los griegos, lo que ocurre en nuestras vidas y que creo, además, que está en nuestro inconsciente humano desde tiempos antiguos. El dios Zeus ordenó a Hefesto que creara una mujer del limo de la tierra. Todos los dioses contribuyeron a su creación, la de una mujer bella y con grandes dotes, que jamás se había visto: Hermes le dio el don de la palabra, Afrodita le otorgó el deseo, Atenea la cubrió del don de hacer encajes y puntas. Dice la mitología griega, que el gran dios Zeus le otorgó a Pandora una caja cerrada, que contenía todos los males imaginables y le ordenó que no la abriera, sin decirle lo que en ella había. La curiosidad de la bella Pandora, la hizo romper el sello y desobedecer al dios. Empezaron a salir todos los males que azotan desde esos tiempos míticos a los humanos: dolor, enfermedades y conflictos. Pandora asustada y sin saber qué es lo que había hecho, escuchó una vocecilla que le dijo: “Ciérrame, soy la Esperanza lo último que tendrán los humanos”. Cerrada la caja de Pandora, lo único que quedó, entonces, fue la esperanza.

La esperanza es el combustible de nuestras almas para seguir, a pesar de la adversidad, a pesar de lo que nos digan, a pesar de nuestra razón. La esperanza nos sigue siempre. Si la perdemos no tenemos por qué vivir, ni por qué esperar, tenemos que ser fuertes y la fortaleza se da por la esperanza, aquella pequeña lucecita o voz que nos dice que no nos rindamos y que todo puede cambiar.

Durante estas dos semanas, he seguido día a día la desgracia de los mineros, así como seguí los efectos del terremoto que afectó a nuestro país casi en su totalidad, el 27 de febrero pasado.

Me han enervado de sobremanera los comentarios que tratan de utilizar todas estas situaciones en forma política o de cualquier otro tipo. Me parece que aquellos que quieren utilizar estas tragedias para tirar acusaciones políticas o de cualquier tipo, que no sean humanitarias, son personas que no son tales, que no tienen una habilidad emocional para ponerse en los zapatos de las personas que sufren.

Encomiable ha sido la actuación del Gobierno, de los voluntarios, de la Cruz Roja, de los Bomberos, de Carabineros, del Ejército, de los rescatistas especialistas en el tema, de los compañeros de los mineros y, por supuesto, de los familiares y amigos de los afectados. A ellos hay que dedicarles nuestro cariño y nuestro respeto, sin colores políticos o sociales. A ellos, les podemos llamar sin asco y sin duda “héroes de la patria”.

Como en el terremoto del 27 de febrero, acompañemos a nuestros compatriotas, aquí la solidaridad de la que nos orgullecemos, “la solidaridad chilena”, se ha hecho un factor esencial, vital. Esa solidaridad y la esperanza, dio resultados positivos. Sea por la mano de la Divinidad, por la suerte, por los cálculos físicos y matemáticos, el domingo 22 de agosto, los mineros nos dieron a todos una lección de que existe tal cosa como la esperanza, de que existe la valentía, el coraje, las ganas de vivir y que siempre podemos salir del hoyo más oscuro en que nos encontremos.

Para mí fue una inspiración. Estoy con una depresión terrible y sin trabajo, pero si treinta y tres hombres, atrapados en las entrañas de la montaña se mantuvieron vivos, a pesar de todas las probabilidades, con ganas de salir a la luz, para abrazar a sus familias, para volver a vivir, debo decir que me han enseñado a tener coraje y resistencia y ojalá pueda ser tan fuerte para decir: “Estamos bien, en el refugio, los 33”.-

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