La de cualquier persona, como tú, como ellos, como ellas o como yo.

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lunes, 13 de septiembre de 2010

Los adolescentes de hoy y los niños de ayer

Los tiempos han cambiado definitivamente. Me doy cuenta de ello todos los días. El tema de la tecnología es lo recurrente cuando se quiere ejemplificar nuestra evolución a una era más rápida y simple-compleja.

Yo lo veo en otras partes: en los adolescentes de hoy, en especial en las jóvenes.

Hoy justamente mientras venía en el metro, estaba pensando en el tema de la responsabilidad y de lo que significa ser adulto. Estaba profundamente inserta en mis cavilaciones cuando dos chiquillas, de no más de trece o catorce años, se subieron al mismo vagón en el que yo estaba.

Las empecé a observar. Ambas estaban vestidas con buzo escolar, pero no parecía que tuvieran trece, más bien se veían como de veinte. Una de ellas estaba altamente producida de pies a cabeza. Pelo negro, con un peinado tipo Amy Winehouse, pero no tan obvio, tirado hacia el lado con un pinche extravagante. Llevaba bastante maquillaje: ojos bien definidos, pestañas súper largas y negras, harto colorete y brillo labial. También andaba muy “accesorizada”: tenía como dos o tres aros en cada oreja, argollas doradas y anchas, collar, pulsera, anillo y reloj del mismo tono dorée.

A pesar de que andaban con buzo, éste era bien apretado y revelador, los pantalones más bien parecían calzas, tan ceñidos que los tenían, y vestían chaquetas cortitas con botones (sí) dorados y capuchones de piel falsa. Ninguna andaba con mochilas, sino que bolsos de gimnasia de marca y muy estilosos.

Las dos estaban mejor arregladas que yo, que tengo casi treinta y cuento con un sueldo mayor que la mesada que le dan sus papás.

Inmediatamente viajé a mis trece años. Sí, es cierto en mi curso tenía compañeras tan producidas como las chiquillas del metro, pero las buenas monjas de mi colegio ponían coto a esa producción en forma drástica. Pobre de aquélla que después de las vacaciones de verano llegara con la típica trenza hippie de la playa. Se la cortaban.

Sin embargo, la mayoría de nosotras a los trece años éramos bien niñas y bien ñoñas.

Yo nunca usé un buzo apretado ni el jumper más arriba de mis rodillas. No sólo porque las monjas que medían con regla el largo, sino porque era mucho más cómodo andar con ropa suelta que nos permitía correr, tirarnos por las escaleras o jugar a cualquiera de los juegos que ya ni me acuerdo cuáles eran. ¿Para qué andar constreñidas por la ropa? Y para qué decir sobre el maquillaje y el pelo. La regla era clara en el colegio, nada de maquillaje. Las monjitas nos decían que éramos bonitas como Dios nos había hecho: naturales y niñitas. Y el pelo debía estar siempre con un moñito o una trenza maría con la cintita blanca o si se iba a usar suelto, se debía hacer una media colita atrás, porque nuestras caras debían estar siempre despejadas.

Nunca cuestionamos, en aquellos años, esas normas de las monjitas ni de las mamás. No sé si fue porque todas éramos niñas y no teníamos que impresionar a ningún niño o porque no nos importaba ser grandes tan rápido.

Es verdad que todas queríamos salir del colegio y experimentar el maravilloso mundo de afuera, donde no hay reglas porque uno ya es adulto. Pero no queríamos dejar nuestra niñez atrás ¿cuándo podíamos volver a hacer competencias por las escaleras o correr sin ningún objetivo específico por el patio?

Ahora, las niñas que me encuentro en la calle o en el metro se preocupan de cosas como esas de la ropa, del maquillaje, de las joyas, de ser flacas y bonitas. En efecto, es muy rara la ocasión cuando veo a una escolar simple, sin ningún maquillaje, con su pelo natural, sin joyas extravagantes. Probablemente esas niñas son las nerds o ñoñas o mateas o losers o cómo sea que hoy se les diga. No hay que negarlo. Ahora la popularidad con los chicos del sexo opuesto se mide por lo de afuera, siempre ha sido así ¿pero es eso tan importante como para abandonar la niñez?¿por qué crecer tan rápido?

Yo solía echarle la culpa a esos programas de la televisión que no tienen ningún contenido, pero que enseñan pasos de baile, se cantan canciones pegajosas y las modelos son perfectas. También culpaba a la presión grupal. Pero ninguna de esas cosas tiene que ver con que las chiquillas de trece, hoy, quieran ser más grandes o vestirse de tal manera o, lo peor de todo, hacer cosas no saludables para verse como las de la tele. No. Me he convencido que cuando a uno le enseñan cómo uno es y debe ser no cae en la presión grupal, no deja de ser niña, no deja que un programa de la tele le diga cómo vestirse y comportarse. Hay una fortaleza, pequeña aún, adentro de todos nosotros que sabe lo que valemos aunque los demás nos digan lo contrario.

Esa fortaleza de carácter a mí me la entregaron mis padres. Cuando pedía en la casa que me compraran una marca tal de zapatos porque era la moda o quería usar maquillaje para ir a una fiesta del colegio, mis papás me decían que algo tenía que era valioso y que tenía que estar segura de mí misma, porque nadie es perfecto, ni mis compañeras ni las de la tele.

Y a pesar de que era gordita, todavía lo soy, y mis compañeras me molestaban por andar con el pelo amarrado con la cinta blanca, yo sufría un poco, pero al fin y al cabo no me dejaba llevar ni me afectaba lo que me decían, porque tenía a mis amigas, algunas que conservo hasta el día de hoy, y el apoyo de mi familia.

Así que cuando volvía a la casa después de que me corté el pelo en séptimo básico y se rieron de mí porque me parecía Cristóbal Colón, me ponía a dibujar o a ver monitos y se me olvidaba todo. Total el tiempo pasa rápido, las compañeritas que se burlaban de mí a los trece, eran tan inseguras como yo, tan deseosas de destacarse como se veían, a costa de su salud y de su felicidad de niñas.

Yo creo que es nuestro deber como adultos poner los puntos sobre la íes. Yo no tengo hijas ni sobrinas de trece años. Pero si las tuviera o si conociera a alguna, le diría que la autoestima nace de uno. Claro, me van a mandar a la punta del cerro como están ahora las cabritas. Pero intentaría dejarles algo en su cabeza, de que la vida es tan difícil como cuando se es niño como cuando se es adulto, con la diferencia que cuando uno ya es adulto hay que arreglárselas solo, ni las monjitas ni las mamás nos van a aconsejar cuando estemos trabajando o cuando tengamos una pareja o cuando vamos a elegir una carrera o cualquier otra decisión que debemos tomar y que nos va afectar. Les diría también que ya no importa tanto cómo uno se vea, porque en la vida real no todo lo que brilla es oro. Frecuentemente, lo que brilla es uno como se es y no por lo que se aparenta ser. Ojalá que al menos una pueda darle una vuelta. Si después se va a ver Yingo, a hablar por teléfono con sus amigas porque el Fulano la miró o no, o a negarse a comer para verse más flaca, pues bueno nada que hacer. Habrá que aceptar que los tiempos han cambiado y que la niñez es cada vez más  corta que antes.-

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