La de cualquier persona, como tú, como ellos, como ellas o como yo.

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lunes, 13 de septiembre de 2010

Los mejores amigos del hombre (y de la mujer)

No hay discusión, a mi parecer, que el mejor animal doméstico es el perro. Si bien el sueño de toda mi vida ha sido acariciar un panda bebé, todo lo que uno necesita de los animalitos lo da el perro. Debo advertir a quien lea que si nunca ha tenido un perro o simplemente no le gustan, que no siga leyendo, pues no va a encontrar nada en estas líneas. Sólo los que tienen o han tenido perros pueden identificarse con otros de las mismas características.

Desde niña siempre he amado a los perros. Recuerdo cuando éramos chicos, mi papá nos trajo un cachorro asustadizo, cuyo nombre ni me acuerdo, y mi hermano y yo fuimos tan felices como dos niños pueden ser con un cachorro.

Sin embargo, la mala suerte con los animales era una constante. O se perdían, o se morían o se regalaban por diversas razones. Luego de varios intentos, mi familia se convenció que era mejor nunca tener un perro, sea fuera o dentro de la casa, porque nosotros sufríamos mucho.

Pero un día, cuando tenía trece años, y estábamos arrendando una casa al lado de mi abuela, mi mamá llegó con una perrita que parecía un peluche. Era una pequinesa no de raza, pero con sus rasgos, de pelaje dorado y hociquito chato. Era tan linda y pequeña que cabía en la palma de mi mamá.

Estuvo con nosotros casi una semana, cuando nos dimos cuenta que ya no estaba. Buscamos por toda la casa, incluso, salimos al barrio a preguntar. “Nunca tenemos suerte con los perros” decía mi papá, quien mantiene hasta hoy que los odiaba, pero que en el fondo de su corazón los ama como a sus hijos.

Llevábamos casi mediodía de “luto”, cuando mi mamá gritó: “¡La encontré, la encontré. Aquí está!”. La pobre perra, tan chica que era estaba debajo del lavaplatos. Yo había mirado antes, pero pensé que era un trapito. Nueve años estuvo con nuestra familia y murió por una enfermedad que desconozco.

Fue muy triste para mí porque la perra, si bien amaba y seguía siempre a mi mamá, cuando se iba a acostar en mi cama, yo le hablaba y estudiaba con ella. Además, sabía guardar muy bien los secretos y tenía una personalidad propia muy distintiva y particular. Cuando se murió, mi hermano, siempre tan atinado en los momentos más importantes, me dijo: “!jajaja, se murió tu mejor amiga!”. Hasta el día de hoy mi mamá lo reta por ser tan cruel.

Cuando nos cambiamos a la casa en que vivo actualmente, que es bastante grande y tiene un buen patio, lo primero que fue exigido por nuestra parte, fue un perro. Mi mamá, estaba convencida por su experiencia con los animales, que tenía que ser una perra, que viviera afuera, porque eran excelentes protectoras, bravas y muy fieles.

Un día, como cualquiera, mi mamá nuevamente nos trajo a una bola de pelos, tan flaca y débil como ella sola. Mi mamá la había rescatado de la casa de unos vecinos de no buen vivir, no en el sentido económico, sino en el humano. La perrita de casi tres meses, tenía quemaduras de cigarro y por su actitud, claramente había sido golpeada. Mi mamá, cual Brigitte Bardot en sus últimos años de activista, empezó a darle comida de su mano de a poco, hasta que la perra se recuperó.

Resultó ser tan grande como un pastor alemán, pero era feroz y no respetaba a nadie que no fuéramos nosotros. Todos los niños –y adultos– le tenían miedo, porque su porte y sus ladridos eran terribles, lo cual era una gran protección para una casa grande, en un barrio no muy seguro.

Era tan fiel con mi mamá que cuando un día un hombre, que intentó entrar a la casa, mientras estaba cerrando el portón, mi perra corrió como pantera y le mordió el tobillo. Era una protectora innata. Pero con nosotros era un corderito. Era tan graciosa y humilde, que nunca se atrevía a entrar a la casa, incluso ponía cara de vergüenza.

Con los años, su salud se fue deteriorando, pero no dejó hasta su último día de ser una perra en el sentido fuerte de la palabra.

Con esto en mente, y siempre pensando más en la seguridad, mi mamá rescató de la calle a otra perra, así como si nada, mientras salíamos a comprar. A mi perra antigua, no le gustó nada la competencia y las peleas eran constantes. Sin embargo, ambas perras, en el momento de los “quiubo”, es decir, cuando intentaron entrar a mi casa dos veces a robar, repelieron exitosamente al perpetrador, quien se vio en varios problemas, incluso rogó a mi papá para que le sacara los perros de encima.

Pero el golpe de gracia lo dio mi hermano. De contrabando, trajo a un perrito, cachorro precioso, blanco como la nieve con una mancha en su ojo derecho. Esto provocó más peleas entre las perras y la tensión era obvia.

Pero era un cachorro y mi hermano lo hacía vivir con él en su pieza. Así estuvo durante nueve meses, hasta que, primero, mutó su piel y le empezaron a salir más manchas en donde no había antes y se convirtió en un perro demasiado travieso. Por orden de mi padre, el perro se fue a vivir afuera.

No mucho después, la tragedia perruna empezó a desarrollarse. El perro y la perra más joven, se “casaron” y tuvieron siete hijos, de los cuales sólo dos sobrevivieron. Durante una semana, todo fue como una familia feliz. Pero la perra más vieja, privada de su instinto materno, se volvió furia.

Todo terminó con una salvaje pelea entre las dos perras, en las que ambas se mataron mutuamente, como gladiadores en la arena. Mi pobre madre, tuvo que llamar a los veterinarios para ponerles fin a su dolor mutuo, causado por las heridas y la pérdida de sangre.

Así que mi perro se convirtió en viudo y padre soltero de dos perros que le hicieron la vida imposible, al punto en que le comían su porción. Ambos fueron regalados a una vecina.

En definitiva, mi perro es el único sobreviviente de toda la dinastía perruna de la casa, durante estos largos años. Ahora es amo y señor, y ningún otro perro podrá entrar, mientras viva.

No sólo sobrevivió al incidente ya relatado, sino además, sobrevivió a un extravío de tres días, en los cuales estuvo vagando por las calles no muy lejos de mi casa. Yo lo encontré y lo reconocí. Cuando lo vi y lo llamé por su nombre, levantó sus orejitas y se acercó al auto, cuyas ruedas él había previamente marcado. Cuando me vio, se asustó, pero luego me empezó a oler, me reconoció y se tiró a mis brazos –pesaba como treinta kilos– y empezó a llorar y a hablar, casi literalmente, mientras nos hacía cariños con su lengua, hasta que volvió a la casa, en donde se encuentra, en estos mismos momentos afuera, durmiendo a los pies de la puerta que da al patio.

Para mí, los perros que me han acompañado en la vida, han sido más que amigos, una especie de hermanos, pero mejores, porque no hablan, pero sí escuchan y yo creo que hasta pueden entender las emociones básicas. Hace no mucho, estaba llorando desconsoladamente, como lo suelo hacer. Mi perro al escuchar mis gimoteos y gritos, se paró en mi ventana llorando, como preguntándome por qué estaba triste y yo le respondí, entrecortado, que todo estaba bien para que se calmara (eran como las dos de la mañana y estaban todos durmiendo). Le di un abrazo y él, me lamió las lágrimas. No puedo describir con palabras lo que sentí en ese momento. Mientras todos dormían, despreocupados, mi perro estuvo ahí para consolarme. Si eso no es ser un buen amigo, entonces no sé lo que es.-

1 comentario:

  1. Snif.
    Me reprodujiste la misma sensación descrita en tu último párrafo. También saltaron en orden cronológico todos nuestros fieles amigos canes, que de seguro volveremos a ver, puesto en que creo que sus almas, al igual que las nuestras, son eternas. Como dice mi padre, "Sólo la gente que tiene perro entiende estas cosas", creo que todos aquell@s que se dicen amar a lo perros no podrán sino conmoverse con tu narrativa/documental del afecto que han ganado esos graciosillos peludos.
    Gracias Ana

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