La de cualquier persona, como tú, como ellos, como ellas o como yo.

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lunes, 13 de septiembre de 2010

Las vueltas de la vida

He estado pensando en las vueltas que da la vida. Cuando la gente suele decir que uno debe comportarse de tal o cual forma para con los demás “porque nunca se saben las vueltas de la vida”, no sabía exactamente lo que aquello significaba.

Actualmente estoy estudiando un Magíster en Historia, algo que he querido desde que era muy pequeña, y he aprendido que la historia no es ya como Cicerón alguna vez lo expresó “Historiae Magistra Vitae” la historia es la maestra de la vida. No, ya no nos sirven los errores del pasado para no volver a repetirlos, ni tampoco la historia se repite como patrón de vida, no es un péndulo. Todas esas concepciones han sido descartadas por la historiografía moderna.

Por lo tanto, las vueltas de la vida, no son tales, no existen. ¿Debo creer entonces que mi vida es un relato continuo de hechos o experiencias que me ocurren, que se desenvuelven o evolucionan?

Con todo el respeto a los historiadores modernos, debo decir que soy la viva prueba de que la historia de mi vida ha sido un péndulo, cíclico y repetitivo. Sí, yo he caído una y otra vez en los mismos patrones durante mi vida adulta y cada vez más me doy cuenta de que siempre vuelvo al mismo punto de partida y vuelvo a hacer lo que he hecho antes.

Así me ha ocurrido con mis diferentes trabajos, tengo veintinueve años y no he evolucionado. Desde los veinticinco he renunciado a una pega después de nueve, diez meses o un año, entro a otra y vuelvo a renunciar. Alguna veces, me he detenido como para viajar a Europa para buscar iluminación de los antiguos pensadores y filósofos en los museos, pero apenas aterriza el avión, vuelvo a seguir el patrón: pega, renuncia, pega nueva, renuncia, y así sucesivamente.

Pero debo contar lo que ocurrió con el último trabajo en que estuve, que quebró mi patrón de péndulo.

Estuve trabajando más de un año, lo que para mí es un récord, en un servicio público. Hace una semana renuncié. ¿Por qué? Porque sí. Como siempre. Pero esta vez salté al vacío. No tenía otra pega esperándome, estaba completa y oficialmente desempleada.

Sin embargo ahora la situación era muy diferente. Mis padres son ya viejitos, volví a vivir con ellos, hace tres años, porque mi mamá estaba muy enferma y necesitaban de mi presencia y, más importante aún, de mi ayuda económica.

Así que todo mal, sin pensar en nada, con una rabia más  o menos grande porque no me pagaban mis horas extras, me cargaban la mata porque era muy responsable, etc., renuncié por capricho y para darle una lección a mi jefe.

Resultó que el tiro me salió por la culata. A la semana, cuando escribo esto, mi padre tuvo un ataque de hipertensión, se fue para la clínica porque le salía sangre por todas partes por las que la sangre puede salir, y más encima mi querido hermanito menor, se quebró el tobillo.

Mi cuenta corriente disminuía en forma drástica. De lo que me habían pagado el último mes, me quedaban sólo cien mil pesos. La soga que me puse voluntariamente al cuello, se iba apretando cada vez más.

No. Ya no era lo mismo. No era sólo yo la que me iba afectar y mi papá ya no tenía un bolsillo grande, o mejor dicho, ya no tenía bolsillo, en el que me pudiera esconder como antes.

Así que las vueltas de la vida me pillaron. A una semana de renunciar, con humildad, sin orgullo, sin vergüenza y sin nada, le pedí a mi jefe que me reincorporara. Perdón, quise decir le supliqué a mi jefe para que me aceptara de vuelta. Ello me recordó ese famoso capítulo de Los Simpsons, cuando Homero renunció a su trabajo en la planta nuclear porque ya no tenía deudas para irse a trabajar a una bolera, que era su sueño. Pero cuando Marge le dijo que estaba esperando a la Maggie, el pobre Homero, después de haber humillado al señor Burns cuando se fue, volvió a pedir su trabajo. En la puerta ancha decía “aplicantes” y en un hoyo chico en la pared decía “suplicantes”, por ahí entró Homero de rodillas a rogar por su trabajo en la planta y el señor Burns lo dejó en su puesto antiguo con una placa que decía: “no lo olvide: usted está aquí para siempre”.

Me citaron para el día siguiente a las doce del día, justo después de mi sesión terapéutica. Mi jefe, el señor Burns, hacía ese triángulo malévolo con sus manos juntas. Él sabía que yo iba a volver. Por lo tanto, aprovechó la ocasión no sólo para decirme lo que nunca más debía hacer, sino también para imponerme condiciones laborales bastante rígidas.

Volví a mi cubículo, así como me fui. No me importó lo que los demás pensaron de mí, pero tal como a Homero, se me recalcó que una conducta irracional e impulsiva como mi renuncia, no sería aceptada una segunda vez, pues ésta era mi única oportunidad.

No había plaquita, pero en el fondo, mi jefe me lo hizo ver con claridad: “no te olvides, tú estás aquí para siempre”. Tal vez debía haber utilizado la cabeza de mi jefe como un tambor, después de todo.-

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